lunes, 9 de diciembre de 2019

Dentro de la parabola de amor de la Diosa

Todos somos partículas de luz que emanaron de la Adi Shakti. Todos nacimos de la vibración de amor que surgió de su danza cósmica. Compartimos la misma luz, la misma esencia, la misma realidad espiritual, el amor de la Diosa Madre. Esa luz es lo que únicamente somos, y también, es el camino para retornar a nuestro origen, el Ser único Dios Padre, la conciencia universal.

La Diosa en su danzar impulsa su movimiento en la parábola de amor divino, y nosotros, como partículas de luz unidos a ella, somos conducidos por su inteligencia y su poder supremos.

 En nuestro corazón se refleja la semilla de la luz universal de la Diosa, la emoción primordial, el amor de Dios. Ese amor es la Diosa misma y solamente de su mano podemos avanzar en el sendero que conduce a la meta añorada. 

Por esa razón, muchas escrituras sagradas declaran que solamente la Diosa puede conducir el alma humana a su reencuentro con Dios Padre. Solamente ella concede el moksha. Es cuando nos fundimos completamente con ella, con su amor incondicional, con su pureza, cuando podemos realizar que esa misma esencia es lo que verdaderamente somos. Y es únicamente entonces, cuando vivimos desde la luz del amor puro cada instante de nuestra existencia terrenal, cuando avanzamos en la parábola del amor divino hasta el centro del corazón mismo de la Diosa, que en su interior es siempre uno con Dios todopoderoso, Brahman. Allí, en el corazón de la Diosa, donde la emoción es tan abrumadora y refulgente como mil soles, el amor infinito se disuelve con la conciencia como si nunca hubiesen estado separados. 

El amor es el único camino a la meta espiritual. Dios es amor, la Diosa es amor, nosotros somos ese mismo amor. El amor es el modo de despertar del sueño del ego, que, de algún modo, ha cerrado sus ojos a la verdad que en su propio corazón se esconde. El amor es para ser practicado de modo indiferenciado con todos los seres que nos rodean y con nosotros mismos los primeros. Solo nosotros podemos elegir abrir nuestros ojos a la bondad divina que existe en cada persona y en cada cosa creada.  Únicamente si decidimos como primera prioridad en nuestra vida vivir siempre en el amor a los demás podremos empezar a abrir nuestros ojos a la belleza de Dios en las demás personas. 

¿Habría entonces alguna posibilidad de ser engañados de nuevo por nuestro ego que juzga a los demás como impuros o negativos? ¿Volveríamos a absorber sus negatividades, sus deficiencias, sus problemas, o acaso seriamos una luz que iluminaría a todos los que nos rodean? Solamente podemos ser luz si elegimos como primera prioridad en nuestra vida ser el amor de Dios y vivir siempre desde el amor. Esto es indispensable pues la luz solamente puede iluminar y no dar oscuridad. 

Y así, de este modo, amando sin condición a todos y cada uno, podremos ver que nuestra luz y nuestro corazón es la Diosa misma, y en ese amor superlativo nos fundiremos en el silencio primero de donde surgió todo sonido, en la consciencia autoefulgente que aun siendo la única existente se oculta tras el velo dorado de maya.

La parabola del amor divino


En el principio solo era Brahman, la consciencia universal, el ser no manifiesto, Dios padre. Como y porque surgió en su interior el deseo de representar el juego de la creación es algo más allá de la comprensión del intelecto humano. Quizá como un mero entretenimiento, quizá como una expansión de su propia naturaleza, quizá por cualquier otra causa, lo cierto es que en un momento determinado el ser único decidió desdoblarse a sí mismo, separando su deseo, su energía, el amor divino, Dios Madre, de su aspecto conciencia-testigo. 

En ese momento comenzó la danza cósmica donde el Señor empujo a su eterna compañera, la Adi Shakti, que comenzó a danzar a su alrededor creando una parábola resplandeciente de amor infinito, una parábola que dejaba una estela luminosa de inimaginable belleza.  Una parábola que, al reencontrar su punto de partida, a Dios
padre, se fundía de nuevo con él en un solo ser, disolviéndolo todo en el uno absoluto.




La parábola comenzaba alejándose del Señor, desplegando sus rayos de divinidad, creando en su movimiento mágico un sonido que surgía de la emoción primordial del amor de la Diosa Madre. A través de la vibración que producía el cautivador baile de la Diosa, el sonido primordial, OM, se fue desdoblando en tres rayos luminosos que contenían en sus entrañas un infinito mundo de posibilidades. Un poder ilimitado vibraba en cada partícula que emanaba de la Diosa, un poder autoefulgente vibrando en una emoción arrebatadora que impulsaba cada partícula de luz hacia el movimiento eterno.



Pero a medida que el giro de la Diosa la alejaba hasta el extremo opuesto del Señor, la luz interior de cada partícula, que de ella venía a la existencia, parecía difuminarse, como olvidando su propio origen, el Señor Brahman. Dicho olvido de su propia esencia parecía absorber la energía de cada partícula, ralentizando su vibración, su luz, su emoción, su pureza.


Pero el lazo de la parábola del amor divino de nuevo fue acercando a la Diosa en su danza cósmica y a cada partícula que había emanado de Ella, hacia su destino ineludible, la consciencia universal Dios Padre. De nuevo, en su aproximación hacia la meta, todas las partículas luminosas aumentaban su brillo más y más, acelerando su vibración y fundiéndose entre ellas con el corazón mismo de la Diosa.

La consciencia universal, testigo de la maravillosa danza de la Diosa, se embelesaba de tal modo con su grandiosidad y belleza, que absolutamente absorto en cada uno de sus infinitos detalles, se disolvió  en una infinitud donde todo parecía desaparecer en el todo-nada.  La Diosa fundida en el Dios, el Dios fundido en la Diosa, solo uno en realidad, pero jugando a ser dos por su propia voluntad.